Alzheimer

Me dicen que la gente que padece alzheimer va perdiendo sus capacidades intelectuales y físicas pero conserva el sentido del gusto y su capacidad afectiva. Nunca se mencionan los diferentes rangos de miradas. Hay una en la que, efectivamente, nada parece tener sentido. Como si el mundo estuviera hecho de fragmentos dislocados, agresivos, que no podemos acabar de juntar a pesar de la extenuante vehemencia. Pero hay otras. Una me conmueve especialmente porque, a pesar de no poder pronunciar un sonido reconocible, desde esa barrera infranqueable de las palabras tan queridas por ella, se aparece completa, como la recuerdo, en lo mejor de sí misma. Allá atrás, en un lugar sin tiempo, en el puro acto de mirar vuelvo a encontrarla. Mamá y yo juntas en este espacio conformado por la enfermedad, por la pérdida del juicio y un cuerpo abandonado a los extraños. Una mirada fija, breve, no hay equivocación. Ella me quiere, reconoce pertenencia. No tiene palabra para designar quién o qué soy. Alguna vez, antes que perdiera todas las palabras, cuando nos encontrábamos con alguien y saludaba decía que yo era su prima. En su mundo, aún antes de la enfermedad, amiga era sinónimo de hermana. No había madre e hija; era conflictivo. Hermana, amiga, prima. Todos los martes se reunían a tomar café y se contaban las novedades de la casa. Nosotras, las hijas, nos deleitábamos de lo que se podían decir. No había tías o abuelas, todas eran de la misma edad. ¿Qué es la memoria para la identidad? Dibujos borroneados, frases que comienzan como antaño pero que no se pueden completar, dando vueltas, en la inutilidad de la boca para reproducir eso metido allí. Mi madre sigue sonriendo. Arruga los ojos como lo hago yo y abre su cara, complaciente. Se enoja igual. Sin tanta vergüenza, atrapada en un cuerpo que desprecia o le incomoda y que alguien más mantiene limpio. Se pinta la boca a la perfección sin mirarse al espejo. Es el primer dibujo que recuerdo y que quise imitar. No en mí misma sino afuera, apropiándome todo lo que ella convocaba: la belleza, la seducción, la cercanía. No quiero darle una interpretación a sus síntomas. Es esa pérdida, ese hueco donde nada parece continuar, donde la identidad, o quienes fuimos, se confunden y desdicen, dejándonos en un extremo de sensaciones, descarnada en un mundo que no contiene, donde la piedad se basa en las palabras. Entiendo que es ese estar, ese tiempo enrarecido lo que me ha permitido destejer mi relación con mi madre y hacer otra, donde no soy tan voraz ni quiero una definición de lo que soy. ¿Es porque es mi madre quien me mira? ¿O porque me atrevo a mirarla? Mi abuela fue una mujer muy necia y de mal carácter. No quería estar donde estaba, eso era parte de su mal humor. Siempre fantaseaba que si estuviera en otro lugar, con la otra hija, se iba a sentir mejor, más feliz. Cada año su carácter empeoraba y hablaba muy mal de sus hijas. Robaba. Pedazos de comida, pastelitos mordidos, guardados en su closet como prueba de su riqueza. Entiendo ese deseo. A veces de adolescente iba al cuarto de mi madre y me llevaba una cosita, un pasador, una lima, un par de pinzas. El chiste era robarle algo que estuviera cerquita, que fuera útil e invisible a la vez. Me imagino que mi abuela robaba ese alimento que ella no daba. No recuerdo su cara, sólo su voz y no me gusta. Madre, hija, abuela. Ellas perdieron la memoria de diferentes maneras. Mi madre, que no olvida su belleza y nos enfrenta con ese ser hijas, tan vulnerable, me deja sola, adulta.

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